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Gleyzer, Argentinos Juniors y un pelotazo para la historia

27.5.2019

Por Coordinadora DDHH del Fútbol Argentino

En el museo del Estadio Diego Armando Maradona, a raíz de una iniciativa de la Comisión x la Memoria y la Justicia de La Paternal y Villa Mitre, la estampa de Raymundo Gleyzer luce impecable junto a las de los otros seis simpatizantes del Bicho que todavía están desaparecidos.

Lo tiene clarísimo: no se puede ser de La Paternal y no querer a Argentinos Juniors.

Lo tiene clarísimo: la cancha de la calle Gavilán es un lugar ideal para palpar qué sucede en el corazón de sus vecinos.

Y lo tiene clarísimo: ser un buen tío es también llevar al hijo de su hermana a ver de cerca a los cracks del fútbol argentino.

Domingo de tarde. Finales de la década del sesenta. Es River –o eso cree Aníbal, el sobrino de Raymundo Gleyzer- el que pisa el barrio. No logra salir campeón desde 1957. Ni la figura de Daniel Onega ni la picardía de Pinino Más son suficientes para quebrar el maleficio. Los hinchas llegan desde Núñez y desde todas partes sin intuir que deberán esperar hasta 1975 para festejar. Argentinos quiere ser el verdugo que amarga el sueño del poderoso. Roberto Puppo, un mediocampista talentoso, empuja la ilusión del barrio. Todos quieren ser como el tipo que le hizo un gol de tiro libre a Almagro para salvarlos del descenso en 1967.

Gleyzer nació el 25 de septiembre de 1941 y se hizo del Bicho de pibe porque era de La Paternal y porque la mayoría de los pibes de La Paternal se hacía del Bicho por inercia. En el tiempo en que decidió ir a estudiar cine a La Plata –sin saber que iba a estrenar en 1973 “Los traidores”; sin saber que, como parte de su militancia, iba a impulsar el grupo Cine de la Base-, fue testigo de la campaña que puso a Argentinos al borde de la gloria: por poco, por muy poco, se le escapó al equipo el campeonato de Primera División de 1960 en una época en la que sólo se coronaban los denominados clubes grandes.

“Andá a buscarla. Andá a buscarla y tráela”, le dice Raymundo a Aníbal una vez que la pelota pica una, dos y hasta tres veces contra los adoquines de la calle San Blas. El encuentro está empezado pero ellos todavía no logran entrar. Hay mucha gente porque es River el que está enfrente. Pispean, como pueden, lo que sucede en el campo de juego. Los huecos que se forman en la multitud que quiere ingresar sin pagar la entrada funcionan como mirillas. Hay murmullos y más murmullos. Los locales atacan. La visita se defiende. Hasta que alguno patea. Lejos y alto. La pelota se va detrás del arco que no tiene una tribuna que lo proteja. “Y ahí el tiempo se detiene. Y las voces se callan. Y Raymundo me manda a buscarla. Y yo, que soy un chico, la traigo a las corridas. Hasta que un par de grandotes me la sacan y la devuelven. Y el partido sigue como si nada”, relata Aníbal con el recuerdo intacto.

El 27 de mayo de 1976, en la puerta del Sindicato Cinematográfico Argentino (SICA), a Gleyzer lo secuestró un grupo de tareas de la última dictadura. A 33 años de ese espanto, se inauguró una plazoleta con su nombre. En La Paternal, por supuesto. Hace pocos días, algunos apóstoles de la impunidad rompieron una plaqueta que lo homenajeaba. “Nuestra memoria no se quiebra”, aseguran quienes detendrán las veces que haga falta la ofensiva del olvido. En el museo del Estadio Diego Armando Maradona, a raíz de una iniciativa de la Comisión x la Memoria y la Justicia de La Paternal y Villa Mitre, la estampa de Raymundo luce impecable junto a las de los otros seis simpatizantes del Bicho que todavía están desaparecidos.

“Eso de ver el partido a través de los tablones de madera, esa manera artesanal de ser hincha, tiene mucho que ver con cómo era Raymundo”, certifica Aníbal. Ni los años ni los represores ni los socios de los genocidas pudieron borrar su huella. Es en vano que lo intenten. No van a poder: en el cine o en la esquina de la cancha, en el susurro a un sobrino o en una película que hace historia, Gleyzer siempre avisa y seguirá avisando que a la vida, como a los pelotazos, no se los puede dejar escapar.

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