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Santoro se suma a Berni y Bullrich: está a favor de la baja de edad de punibilidad

5.9.2021

Por Violeta Lavinia. Equipo Técnico de Infancias y Adolescencias y Josefa Itzá. Trabajadora Social del Equipo Técnico de Infancias y Adolescencias

El candidato del peronismo en la Ciudad declaró esta semana que votaría a favor de un proyecto que bajara la edad de puniblidad de los/as adolescentes. Una agenda de la derecha de Juntos por el Cambio y el Frente de Todos que busca aumentar la criminalización de la juventud.

En su paso por el programa de Telefé “Staff de Candidatos”, el precandidato a diputado del Frente de Todos, al ser consultado sobre cómo votaría ante un proyecto que bajara la edad de imputabilidad, luego de hablar unos minutos sin decir nada, sostuvo que su voto sería a favor, es decir que apoyaría una ley claramente restrictiva de los derechos de las y los pibes. No sorprende esta posición punitiva del precandidato del Frente de Todos quien, hace unas semanas, defendió el uso de las pistolas Taser por parte de las fuerzas de Seguridad.
Las declaraciones de Santoro dan clara cuenta de su falta de conocimiento de un tema clave y de su posicionamiento contrario a lo que sugieren los organismos especializados en infancia y adolescencia. Unicef ha afirmado que “En Argentina, la reforma del sistema de Justicia Penal Juvenil no requiere bajar la edad de punibilidad, algo que podría ser interpretado como un retroceso en materia de derechos humanos y como una medida regresiva”. [1]
A esta misma posición se suman la izquierda, organismos de Derechos Humanos y diversas organizaciones sociales dedicadas a la infancia. La Comisión Nacional NO A LA BAJA [2], que nuclea varias organizaciones, sostiene que “aquellos que intentan criminalizarlxs para poder encarcelarlxs desconocen que ningún pibe es impune- mucho menos si es pobre- y que el aparato represivo, y la tan mentada “mano dura”, los hostiga desde muy temprana edad”
Además, el precandidato a diputado, habla de bajar la edad de imputabilidad de los “menores”, refiriéndose a las niñas, niños y adolescentes en términos del Patronato, desconociendo la existencia del paradigma de protección integral de derechos de niñas, niños y adolescentes, vigente en nuestro país desde 1990, cuando Argentina ratificó la Convención sobre los Derechos del Niño.
Lo expresado por Santoro, se encuentra en línea con la posición del gobierno actual (y del anterior). El funcionario K, Sergio Berni, se ha manifestado a favor de la baja de edad de punibilidad en varias oportunidades y Patricia Bullrich y German Garavano, han presentado en 2019, un proyecto de modificación del régimen penal juvenil, que incluía la baja de edad de punibilidad.
La respuesta oficial desde hace décadas, está lejos de la implementación de políticas que garanticen los derechos elementales de niñas, niños y adolescentes y que les permitan acceder a la educación, la salud, la alimentación, vivienda digna y al uso del tiempo libre. ¿Qué significa esto? Que se discuten políticas punitivas -baja de edad de punibilidad, aumento de penas, uso de pistolas Taser, “nuevo régimen penal juvenil”- ante la falta de políticas que permitan a nuestros/as pibes/as vivir una vida digna.
Frente al incremento de la pobreza, que ascendió al 60%, la desocupación y el hambre, el discurso del gobierno se ha endurecido. La respuesta siempre es la represión, la persecución y la detención de la juventud, y de todo aquel que reclame por -o no tenga garantizados- sus derechos.

[1] Unicef. Ideas para contribuir al debate sobre la Ley de Justicia Penal Juvenil. https://www.unicef.org/argentina/sites/unicef.org.argentina/files/2019-01/6_Posicionamiento-Justicia-Penal-Juvenil_0.pdf
[2] https://medium.com/noalabaja

Teatro: “Habitación Macbeth” o el cuerpo en fuga

5.9.2021

Por Natalia Torrado

Todos los sábados a las 20:00 h y los domingos a las 19:00 h puede verse en el Centro Cultural de la Cooperación esta obra adaptada de la versión original Macbeth de William Shakespeare, dirigida y actuada por Pompeyo Audivert.
Y el hecho es que nadie, hasta ahora,
ha determinado lo que puede un cuerpo.
Spinoza

Todos los sábados a las 20:00 y los domingos a las 19:00 puede verse en el Centro Cultural de la Cooperación. Habitación Macbeth, adaptada de la versión original Macbeth de William Shakespeare, dirigida y actuada por Pompeyo Audivert.
De lo que se ha comentado y escrito sobre esta obra en los últimos meses, llama la atención el acento que una y otra vez críticos, columnistas de espectáculos y entrevistadores, ponen sobre la cantidad de personajes que Audivert interpreta en escena, haciendo de este aspecto de la puesta su valor principal. Habría entonces que, para hacerle justicia a la especificidad de la obra en cuestión, aclarar dos malos entendidos con respecto tanto al problema de la “cantidad” como al problema de la “interpretación”.
En primer lugar Habitación Macbeth pone en crisis la categoría misma de “personaje”, por lo cual ponerse a contar cuántos de ellos son efectivamente representados en escena y maravillarse porque todos ellos sean “interpretados” por el mismo actor, parece desviar la atención del núcleo verdaderamente revolucionario de la obra. ¿A quién se le ocurriría a esta altura, y conociendo la poética de Pompeyo Audivert, que se trata en este caso de una cuestión de lucimiento personal, de virtuosismo, de alarde actoral? Lo constitutivamente disruptivo de este último trabajo del autor nada tiene que ver una lógica capitalista de ponderación de la cantidad y muchísimo menos con una vocación realista preocupada por que, como se ha leído por allí, cada uno de los personajes sea creíble y se distinga de los otros. Muy por el contrario, si los “personajes” que “interpreta” son tantos, es justamente para remarcar lo absurdo de ambas categorías.
Que el actor no interpreta personajes ya fue dicho por el mismo Audivert en distintas entrevistas y en su libro El piedrazo en el espejo, y principalmente ha sido demostrado por el carácter de todo su trabajo. En el teatro de Pompeyo Audivert el actor, el problema del actor, el actor como problema, viene a hablarnos de otra cosa; y en Habitación Macbeth el actor, como un incapturable, prácticamente nos grita sobre aquello que ni “siete personajes en un cuerpo”, como a la crítica le gusta decir, logran hacer escuchar. ¿De qué se trata aquello a lo que nos resistimos cuando rápidamente sobreimprimimos la lógica acostumbrada del menor costo y el mayor beneficio a un fenómeno cuya naturaleza es irreductible a esa fórmula? ¿No es acaso también la pandemia, especialmente la pandemia, una máquina de producir mayor cantidad a menor costo? ¿Y no debiera una obra como esta inscribir, en este contexto, justamente algo diferente con respecto a esa ecuación? Afortunadamente la crítica y sus adjetivos (tantos los favorables como los desfavorables) no colman el sentido de un acontecimiento artístico.
De cualquier modo, el peligro de neutralizar la potencia libertaria de ese acontecimiento existe y no debe subestimarse. Todos preferiríamos que se tratara de eso, de una exaltación del talento actoral, de una cuestión de destreza, de genialidad, tal como les pedimos a nuestros deportistas, para después poder decir como tanto nos gusta, que tal es “enorme”, que cual es “inmenso”, adhiriendo el discurso (incluso especializado, académico) a los términos de las redes sociales y la publicidad. Todo del orden de lo mismo.
La otra versión del asunto, para los más inquietos, es que la obra constituye “una sesión de espiritismo” o un encuentro con “fantasmas”, abrochando así la cuestión del teatro a la del “más allá”, a esa dimensión que nada tiene que ver con nuestras vidas o con la que, en todo caso, hacemos un renovador contacto esporádicamente, para poder después seguir con nuestras vidas, como si se tratara de una especie de lifting espiritual. De una forma u otra, de lo que nos perdemos es de ser realmente conmovidos por el teatro. Y de que esa conmoción abra preguntas que no nos dejen vivir, preguntas como aguijones: ¿qué es eso? ¿de qué se trata lo sucede en escena? ¿A quién le sucede? ¿qué es lo que puede ese cuerpo? ¿cómo y por qué puede lo que puede? ¿qué es entonces un cuerpo y, entonces, tengo yo uno, soy uno, en qué consiste o consisto? Y si ya no se trata de un cuerpo ¿de qué se trata? Y si ya no es “uno” ¿qué puede un cuerpo, en plural? ¿en qué se convierte? Si nos conmoviéramos, cada quién con sus preguntas abriría vasos comunicantes a otras preguntas y a otros, a algo que nos es “otro”. A insólitas formulaciones e hipótesis disparatadas que sin embargo empatarían lo paranormal del fenómeno que Habitación Macbeth desata. Haríamos del teatro una experiencia al costado de lo normal. Pero no. El mismo acontecimiento que con obsecuencia calificamos de extraordinario, por realmente serlo, debe ser normalizado, y para asimilarlo obturamos rápidamente cualquier capacidad de inventar una pregunta nueva que no exija respuestas inmediatas, o un problema inédito que no requiera una solución definitiva. La lógica de la identidad y la inmediatez (equivalentes en el discurso social a las categorías teatrales de “personaje” e “interpretación”) clausura nuestra curiosidad, nuestro anhelo de algo de otro orden. ¡Justo cuando era esa la aventura a la que Habitación Macbeth nos invitaba! A veces las mejores críticas son un desaire a esa invitación.
Entonces, digámoslo ya, de la puesta lo que importa no son los personajes sino sus condiciones de producción, el procedimiento que los posibilita, la vacilación entre identidades, el parentesco entre unas y otras y, sin embargo y a la vez, la extrañeza y la ajenidad que puede producir un mínimo corrimiento, un “entre” una y la otra, la visibilización de ese entre, el paso de una cualidad a la otra, la puesta en acto de la lógica del no-todo, la puesta en relieve de esa “abertura” como lo propio de la actuación. Lo que Habitación Macbeth viene a poner de manifiesto es mucho más del orden de la cualidad que de la cantidad. Y no de la cualidad clara y distinta de cada personaje, sino del devenir como forma de subsistencia y también de relanzamiento de la vida al borde de la extinción. Un tránsito o trance que se produce en “el” actor y que produce “lo” actor. Porque en esta obra “lo actor” se suelta del actor, “lo actor” se suelta del personaje y se suelta de la actuación, para constituirse ya no en representación de nada sino en pura presencia viva.
No se trata de un fantasma, no se trata de un espíritu, no se trata de un actor dotado (claro que sí, pero no por los motivos que se le adjudican); se trata de una presencia plena y a la vez esquiva que no conviene a nadie. Y que por eso mismo no hablamos de ella. “Lo actor”, cuando se presenta, viene a desmantelar un sistema de representación que con sus nuevas máscaras de lo “multi”, de lo “trans” (mal entendido, es decir, pretendidamente entendido), de lo “diverso”, de lo “plural”, de la “diferencia” y la “inclusión” (también mal entendidas, incluso lógicamente contradictorias), del “simulacro” (como falsa victoria de una posmodernidad despolitizada y politiqueríaizada). “Lo actor” desmantela un sistema de representación que no hace más que seguir reforzando sus mecanismos represivos por la vía del adormecimiento y la imbecilización generalizada.
Todos opinamos, pero nadie pregunta, nadie discute, nadie hipotetiza. Hipótesis y teatro comparten su origen: disponer, poner en relación, conjeturar, componer, probar un “posible”. Habitación Macbeth prueba un posible. Pero no al modo del desafío, de la superación de una prueba por la vía del aumento de cantidad o de destreza, sino más bien por el extremo al que lleva la misma posibilidad de actuar: porque actúa al extremo pone en peligro la actuación misma y allí, y sólo allí, se presenta “lo actor”. Habitación Macbeth se hace cargo del peligro de una época que no advierte o prefiere ignorar su verdadero peligro, o lo desvía hacia zonas dominadas por fuerzas que no le competen (“el virus”, “la pandemia”) sobre las cuales no pude actuar y entonces todo se vuelve responsabilidad de otros, a los que aplaudimos o abucheamos, según decidan a favor o en contra de nuestros más o menos mezquinos intereses personales. Esos otros son padres a los que todavía idolatramos u odiamos. Habitación Macbeth no tiene padres. Y no porque no herede o reniegue de su herencia (teatral), sino porque no funda su destino en ella. Y es feminista por default (que es lo contrario de un feminismo de pacotilla) cuando de entrada le aclara al discurso de poder, de todo y cualquier poder, que “este no es vuestro camino sino nuestro escenario, caballeros” través de las brujas.
Y contrariamente a lo que muchos opinan, Habitación Macbeth es una obra juvenil. No es la apoteosis ni la culminación de nada, ni la síntesis madura de todo lo anterior. No se apoya en garantías o avales previos o externos. Más bien sale como sale un adolescente, que tiene que salir, con lo que tiene, a buscar. Y no puede dársele dinero suficiente o transporte seguro, ni exigírsele lugar de destino u hora de regreso, para que no le pase nada malo. Porque sí, puede pasarle algo malo, muy malo, pero tiene que ir igual. Tiene que hacerlo. Como si ese “acto” intempestivo se constituyera a la vez en un salto de fe. Y no se trata de un gesto regresivo o de rebeldía, no se trata de una inconciencia o un impulso, se trata de una necesidad histórica: entender que después de “tanto” teatro, que en medio de tanto teatro, el teatro tiene que estar dispuesto no sólo a perder, sino a perder lo que más quiere, para vivir. Y no es que la pandemia nos de ocasión de hacer cosas extraordinarias impulsados por la necesidad o el estado de excepción. La necesidad y el estado de excepción también han reforzado la zoncera irresponsable o el temor paralizante. Es que, al contrario, la pandemia nos confronta con la urgencia de perder, aunque no estemos dispuestos a asumirlo. Y entonces los más valientes aceptan que perdieron y se lanzan a la experiencia de la pérdida abjurando de la falsa complacencia de tener donde llegar o a donde volver, y entonces salen de toda y cualquier habitación que los ampare. Porque tienen un propósito que es también una misión colectiva. Porque “lo actor” no es de nadie, siempre está en otra parte, en otra habitación. “…mi oficio es sacarlos de escena, parirlos al otro lado. Ya han estado suficiente tiempo aquí. ¡Fuera de mi escenario!”, dice Macbeth. La potencia de “lo actor”, entonces, no es acumulación de poder (¡cuantos más personajes mejor!¡cuanto más mejor!) porque siempre se sustrae, para desatarse en otro lado. Del otro lado de cualquier lado. “Lo actor” no es otra cosa que sacarse de la escena, una y otra vez, como forma de liberación de una potencia en contra de la maniobra del poder.
Así que no se trata, le pese a quien le pese, de un cuerpo habitado por múltiples identidades: se trata de un cuerpo en fuga. ¿Qué puede un cuerpo? Un cuerpo puede eso en lo que se convierte. Y convertirse es darse vuelta. Perderse acá, cada vez, para salvarse del otro lado, que ya no es la promesa del reino de los cielos, ni un más allá al que acceder por medio del arte como consuelo espiritual, ni la trascendencia de un autor elevado a la categoría de lo clásico. Por el contrario, el más allá es ese cuerpo en fuga que se salva porque es irreductible a un cuerpo físico pero también a un cuerpo tecnológico-virtual. Al monopolio violento de la imagen en la en tiempos de pandemia Habitación Macbeth no responde con la reivindicación de un cuerpo material, romantizado, al que aferrarse para resistir el atropello de la virtualidad. Por el contrario restituye “eso” del cuerpo que lo vuelve un misterio sin soporte, es decir insoportable. Es que esta habitación siempre es otra, por la que pasa un cuerpo cuando escapa de su aniquilación, es decir de su ser “uno”. Y no existen garantías para ese cuerpo que cuanto más se salva más se agota, porque no se trata aquí de la supervivencia, sino de testimoniar una potencia. Para el porvenir. “Hacemos lo que podemos con el cuerpo que tenemos” dice la bruja vieja. Tal vez lo que importa no es “qué” puede un cuerpo sino que un cuerpo “puede”. Y es que a partir de Habitación Macbeth todo el teatro es hoy una imagen detenida e impotente. Reina la cobardía. Habrá que actuar. Habrá que mantenerse “siempre mudo y flotante, amorfo y continuo, crecedor en la noche vaginal corrosiva de este teatro apestoso al que llaman mundo”.

Duplican la policía y refuerzan el cerco a las familias que ocupan tierras en la 21-24

4.9.2021

Los vecinos de la toma del predio en el Barrio 21-24 denuncian que desde este sábado por la mañana se multiplicaron los efectivos de la policía de la Ciudad y de la Federal que los rodean. Más de 150 familias y 60 niños se encuentran prácticamente en un ghetto.

Desde este sábado por la mañana los vecinos que se encuentran ocupando tierras abandonadas pertenecientes al ferrocarril en el barrio 21-24 denuncian que se multiplicó la cantidad de efectivos de la policía de la Ciudad y de la Federal que los mantienen cercados, rodeados y aislados.
Sin mediar ninguna información y sin que ninguna autoridad, ni del gobierno de la Ciudad ni Nacional, se acerque a escuchar sus demandas, se refuerza el cerco policial. Este pasado jueves se habían movilizado a la Jefatura de Gobierno porteño, donde ninguna autoridad los atendió.
Haciéndose eco de la denuncia de los vecinos, que envían videos y fotos a los grupos de WhatsApp, la precandidata a legisladora por el Frente de Izquierda subió la denuncia a sus redes “Al Gobierno de la Ciudad y de la Nación la única medida que coordinan es esta brutalidad contra familias que no tienen donde vivir” y llama a rodear de solidaridad a estas familias que se encuentran prácticamente en un ghetto.
Por su parte los docentes solidarios, que hace unos días fueron a darle clases a los más de 60 chicos que se encuentran impedidos de ir a clases por el cerco policial, se suman a la denuncia para viralizarla.
Mientras se amplía la solidaridad con las familias que reciben apoyo de sus vecinos del barrio 21-24 y de gran parte de la comunidad de Barracas, desde los gobiernos de la Ciudad y Nación, solo avanzan en el amedrentamiento constante, como relataba un vecino “Quise entrar con alimentos y la policía me apuntó con una escopeta en el pecho”. Así contaban la realidad que viven a diario estas familias, que solo buscan un lugar donde vivir para no terminar en situación de calle.

Una lucha por la vida y por la tierra

3.9.2021

Por Claudia Rafael y Silvana Melo

La muerte trágica y anunciada de Sofía, sobre las mismas vías de un tren de cargas que atraviesa la 21-24 cuatro veces al día, fue el disparador de una toma que simboliza las vidas en los márgenes de la ciudad más rica del país y una de las más desiguales del continente.

Rodeados por un cerco policial que no les permite circular, ni a los niños ir a la escuela ni a los adultos salir a trabajar, ni entrar a los alimentos, medicamentos, ropa, jabón y lavandina. Una presión en el cuello de la toma para sofocarla. La lluvia de anoche los expuso a las peores condiciones de vida, sin protección ni esperanza. Ni lonas pudieron entrar por el muro policial que se les alzó alrededor.
120 familias, cien niños y una herramienta de visibilización que busca atraer los ojos de los gobiernos, de las instituciones, los ojos sociales que condenan y estigmatizan, para ser visibles antes de la muerte. La villa estuvo en todos los estudios de televisión después de que el tren arrolló a Sofía. El tren, uno de los peligros letales que atraviesan a la villa como el hambre, el riesgo eléctrico y la escasez de agua.
La toma ubicada en las espaldas del estadio de fútbol “Claudio Chiqui Tapia” del Club Barracas Central y pegado a las vías del Ferrocarril ocupa un 0,022 % de la superficie total de la populosa villa del sur porteño. Una villa que nació durante el primer peronismo a raíz de un incendio devorador que tomó por asalto numerosas casas del barrio de La Boca. En tiempos en que la fisonomía de la zona ofrecía industrias nacientes al otro lado del riachuelo y no las carcazas vacías de fábricas que hace décadas que ya no son.
Hoy es el hacinamiento -en una barriada que tiene una población imprecisa que va desde 60.000 habitantes hasta casi 80.000 según un amplio abanico de fuentes- una de las características más claras de la villa. Si CABA con sus casi tres millones de habitantes ocupa una superficie de 203 kilómetros cuadrados, la villa asentada en Barracas ostenta una superficie de 0,66 kilómetros cuadrados. La ciudad donde dicen atiende dios tiene una densidad poblacional de 15.000 habitantes por kilómetro cuadrado mientras que la de la villa roza los 90.000 habitantes por kilómetro cuadrado. Que sobrevive a duras penas con el Riachuelo como frontera sur. Donde el contacto diario con venenos como cromo, zinc, mercurio y plomo arranca a jirones pedacitos del futuro de las pibas y los pibes.

El agua

Un relevamiento de la ONG Sumando en Tierra Amarilla (las tierras de la toma) revela que el 48% no tiene acceso al agua de red y el 38% sufre la baja de presión constante. Las inundaciones, los residuos cloacales que invaden las casas, el sabor y el olor del agua que se consume y la contaminación son la cotidianidad de los vecinos de la villa. El 71% dice que junta agua en botellas, baldes, ollas o bidones cuando sale, de la canilla que salga. Con mangueras desde una canilla vecina, con conexiones informales. El 14% la compra envasada. El 76 % debe cargar manualmente baldes para tirar al inodoro. Muchas veces esas mismas aguas van directo al pasillo donde se puede ver en la zanja. Las inundaciones forman parte de la infraestructura del barrio.
El agua sale cara en la Villa. En la ciudad más rica y más brillante del país, son los confinados en la vida suburbial los que la pagan más. Bombas de extracción y agua envasada encarecen exponencialmente el acceso a una de las fuentes fundamentales de la vida.
El estado manda camiones cisterna de vez en cuando o irrisorios sachets de agua.

El tren y los cables

Las vías ferroviarias de los trenes de carga manejados por Ferrosur Roca desde las privatizaciones del menemismo (en una concesión que vencería en 2023) atraviesan la villa en un corte feroz que ha provocado incontados accidentes desde hace años hasta la muerte, días atrás, de Sofía Luján Caballero, de escasos 15 años.
La Villa está techada de cables que acechan. Cerca de las vías por donde cuatro veces al día pasa el carguero sobre las veredas de las casas, a centímetros de las paredes, los cables de media tensión cuelgan casi sobre las formaciones. Las casitas tiemblan cuando pasa el tren, reciben los chispazos de los cables y las alternativas son incendiarse o desmoronarse.
Hay cables que pasan por adentro de las casas, postes de electricidad en los patios o apoyados en las viviendas, transformadores móviles que se incendian con escalofriante frecuencia.
El tren fue, esta vez, el portador de la tragedia. Como un símbolo, las 120 familias tomaron el predio de 150 metros cuadrados vecino a las vías de Ferrosur. Una tierra que es parte de esa tragedia, una tierra con 30 años de abandono, inhabitable, en medio del hacinamiento de la villa, una tierra que no es la tierra para hacerla propia, para comulgarla, para vivir con ella el romance de la tierra y las manos. Ellos saben que esa tierra está en otra parte. Pero tomarle unos metros cuadrados al ferrocarril es la reacción ante la invisibilidad, el abandono y el descarte.

Acceso a viviendas

El terreno ocupado ahora por más de un centenar de familias pertenece a la Administradora de Infraestructura de Ferrocarriles (ADIF), un organismo del gobierno nacional. Nahuel Arrieta, uno de los referentes de la toma, publicó por estos días en La Poderosa que “ingresamos a este predio que estaba abandonado hace más de 40 años, y que es parte del Ferrocarril Roca Sur en terrenos cedidos por el Estado.
Tierras cercanas ya fueron utilizadas con distintos objetivos como el Procrear, que tiene departamentos vacíos en edificios que se ven desde acá, o los mismos galpones que ocupó la empresa de la Línea 59 para sus propios beneficios. Sin embargo, sólo apuntan a nosotros”. El mismo Arrieta dijo a Radio con Vos que muchas familias que “tienen un ingreso de 30 lucas y un alquiler que les cuesta 20” decidieron ingresar para pedir por una vivienda digna. “Si tenés 3 o 4 hijos, y solo te quedan diez mil pesos después del alquiler, no te alcanza para comer”.
Los vecinos de la toma llegan de casas cercanas; pagan alquileres de 20.000 pesos, si es una pieza les cobran 6.000 y si tiene baño, hasta 10.000. Pocos cuentan con el subsidio habitacional, pocos tienen empleos en relación de dependencia y la mayoría son ocasionales. Gracias al bloqueo policial no pueden salir y corre peligro un trabajo inestable desde el origen.
Desde la toma se ven los edificios del ProCrear, vacíos, sin asignar. Ellos sueñan con créditos que puedan pagar, con cuotas que se adapten a la vida sostenida por cables pelados que les toca vivir.
Desde los ámbitos oficiales cantan las sirenas eternas de la urbanización. No es un barrio popular, ese eufemismo con que la bautiza el lenguaje progresista. Es una villa donde no es posible vivir con dignidad. Donde la tierra no es tierra, sino el envase fatal para construcciones de hacinamiento, carencias y peligro.
Con todos los oportunismos políticos de campaña, con punteros y utilizadores del drama humano, la toma de la villa es una expresión profunda de la necesidad.

La toma

Alrededor del terreno hay, separadas por alambres, casas precarias. En un extremo, un edificio abandonado con un camión de la Policía de la Ciudad. A un costado hay un muro y del lado opuesto casi todo es muralla, menos un tramo de dos metros vallado por la policía.
Un relevamiento del ATAJO (Agencia Territorial de Acceso a la Justicia) de la Villa 21-24 que data del 30 de agosto contó unas 60 carpas y toldos apoyados en palos como techos. Parte del terreno está inundado y niñas y niños chapotean. Un toldo con un pozo, alejado del resto, fue destinado a ser baño general.
120 familias -unas 250 personas- con casi cien niños, desde bebés hasta 17 años. Cuatro de ellos tienen una discapacidad o enfermedad crónica y necesitan medicamentos: un niño de 6 años trasplantado, una nena de dos años con un problema estomacal derivado de las condiciones ambientales, un niño de 8 años con leucemia y la madre no puede salir para solicitar el turno de control en el Garrahan. Además, en la toma hay una embarazada, un adulto mayor, un asmático que no tiene su paf ni su salbutamol, un diabético.
La policía no deja volver a ingresar a quienes salgan y hay varios casos de niños separados de sus padres. Tampoco entran pañales ni frazadas ni toallitas femeninas.

Después de Guernica

Las ramificaciones que ofrece el símbolo de una toma de tierras son infinitas. Muy lejos de las características de la de Guernica, poco más de un año atrás, vuelve a poner sobre la escena del debate el significado de la tierra en la vida de una sociedad. Pero Guernica ofrecía otros paradigmas: eran unas 2.000 familias en alrededor de 200 hectáreas. Y los casi 3.000 niñas y niños tenían un horizonte verde en el que compartir y jugar. Y detrás de las tierras de Guernica había un interés inmobiliario de poderosos empresarios que, ensamblados con los poderes del estado, pugnaban por esos espacios.
Fue a raíz de esa toma, que se diluyó entre expulsiones, reubicaciones y negociaciones, que el ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires contó más de 1.800 “usurpaciones”, en el lenguaje oficial.
Por esos mismos días la ya casi olvidada ministra María Eugenia Bielsa habló de un déficit en el país de 3.600.000 viviendas y como contrapartida dijo que “existe casi un 50% de viviendas ociosas en relación con la demanda de nuevas unidades”. En la contradicción capitalista más profunda que define lo que sobra para algunos pero falta para demasiados.
La villa es un monstruo que se tambalea. La tierra se pierde debajo de los bloques y del cemento que ya sube porque no hay más espacio en el alrededor. La tierra para compartir y cultivar y que sea patio para la infancia y sueño de comunidad está en otra parte. La toma los hace visibles. Exhibe un déficit dramático que los pone en la calle o en el hacinamiento feroz. Pero la tierra, la madre, lo saben, no está ahí.

Justicia y seguridad: un debate pendiente en el peronismo porteño

2.9.2021

Por Ariel Larroude

Por idiosincrasia nacional, las elecciones de medio término en Argentina resultan ser una prueba trascendental para los oficialismos. Una suerte de plebiscito anticipado de la gestión en miras a las elecciones ejecutivas que en nuestro país tendrán lugar en octubre de 2023. No obstante, en esta columna dejaremos de lado la cuestión nacional para enfocarnos más acabadamente sobre el rol del peronismo en la Ciudad de Buenos Aires de cara a las elecciones legislativas y, más precisamente, sobre cómo habría que poner en agenda ciertas cuestiones que pueden dar lugar a discusiones más enriquecedoras en términos electorales.

Por mi especialidad, el análisis de la criminalidad en el territorio porteño me resulta más que relevante. Sin embargo, es verdad que la seguridad y la justicia resultan ser binomios en los cuales el macrismo se logró apoyar con cierto éxito, lo que se debió fundamentalmente a dos cuestiones: la nacionalización de la agenda pública porteña, que suele relegar los problemas de la ciudad a un segundo o tercer plano de la oferta mediática –lo que se vigoriza cuando frente al debate coyuntural el oficialismo porteño ataca como provincia pero se defiende como distrito federal– y, por otro lado, la falta de herramientas de la oposición local para debatir ciertas temáticas que, por tradición política, parecen ser difíciles de abordar. Esto, toda vez que la mirada del peronismo sobre los temas de seguridad y justicia han quedado relegados durante el último tiempo al control de las fuerzas de seguridad y al lawfere, siendo que estos ejes no forman parte de las demandas sociales que componen el electorado de base peronista, por cuestiones muy sencillas: lejos de un mayor control, ese electorado exige a las autoridades políticas mayor presencia policial, mientras que, por otro lado, sus preocupaciones judiciales están ligadas a cuestiones más rayanas a su día a día, como los despidos laborales, la violencia de género o los conflictos vecinales.
Más allá de esto, también es cierto que algunas realidades ya son difíciles de soslayar. Esto no solo por una cuestión netamente electoral, sino fundamentalmente por la gravedad de ciertos problemas que desde hace tiempo han comenzado a tener consecuencias en la vida cotidiana de los porteños y las porteñas. Para ser concretos, en términos de justicia y seguridad, la Ciudad de Buenos Aires adolece de dos grandes inconvenientes: la inequitativa distribución de la violencia letal y la limitación jurisdiccional de su propio poder judicial para investigar y resolver la criminalidad más relevante. Respecto del primer problema, la cuestión no requiere mayor análisis: durante la gestión de Horacio Rodríguez Larreta, ocho de cada diez homicidios dolosos se cometieron en el sur de la Ciudad. La criminalidad más violenta durante la gestión del actual oficialismo se encontró en las comunas 1, 3, 4, 7 y 8. Dichos lugares ostentaron, según el mapa del delito de la ciudad, los más altos índices de violencia urbana, entre homicidios dolosos, robos y hurtos durante el período 2016-2020.
Ahora bien, si este problema enuncia un punto débil de la gestión larretista, más se agrava cuando se lo mira en detalle. Por ejemplo, la Comuna 1, que agrupa a los barrios de Retiro, San Nicolás, Puerto Madero, San Telmo, Monserrat y Constitución, durante 2020 tuvo la misma tasa de homicidios que Rosario –uno de los epicentros más violentos del país– en 2019: 13 homicidios dolosos cada cien mil habitantes. Asimismo, durante la gestión larretista más de la mitad de los homicidios dolosos registrados se cometieron a partir de la utilización de un arma de fuego, cuestión que deja entrever que parte de la ciudadanía porteña tiene acceso a esas armas y que la mayor parte está sin registrar.
A partir de estos datos, comienzan a aglutinarse otras cuestiones que llaman la atención. Por ejemplo, que la Ciudad de Buenos Aires sea el distrito con mayor cantidad de policías (850) cada cien mil habitantes y destine a la seguridad más de setenta y cinco mil millones de pesos de su presupuesto. Al día de hoy patrullan las calles porteñas casi 22.000 numerarios policiales, a los cuales hay que sumarles casi 2.500 efectivos de la Gendarmería y la Prefectura Naval Argentina. Esto sin contar la gran cantidad de personas que componen las agencias de control de tránsito de la Ciudad, que indirectamente también se encuentran en alerta ante todo lo que acontece en el territorio.
Con todo esto quiero decir que el distrito porteño no puede sostener ciertos índices de criminalidad, siendo el territorio más atravesado por dispositivos de seguridad del país. Por ello, el peronismo porteño debe interpelar esta situación que afecta de manera directa al sur de la ciudad, donde además reside gran parte de su electorado. Ante ello, los planteos deben ser concretos y deben ser los legisladores y las legisladoras quienes lleven adelante estas inquietudes: ¿por qué se ha sostenido esta tasa de criminalidad letal durante los últimos cinco años? ¿Qué políticas públicas ha desarrollado la Ciudad para revertir esta situación? ¿Cómo se encuentran distribuidos los efectivos policiales en el territorio? ¿Qué política pública ha habido para reducir la utilización de armas de fuego en la ciudad?
Respecto al otro tema que nos debe preocupar, el sistema de Justicia de la Ciudad, debemos comprender que el paso a una plena autonomía distrital va de la mano –como condición sine qua non– de la investigación y el juzgamiento de la totalidad de los crímenes que se cometen en su territorio, y no solo de una parte. Es decir, la ciudad no puede pensarse y proyectarse de manera completa si en sus latitudes conviven dos sistemas judiciales en paralelo. Actualmente, los problemas de seguridad de la Ciudad de Buenos Aires son resueltos por el Poder Judicial de la Nación y no por el Poder Judicial porteño, que se dedica a otro tipo de conflictos, que, si bien son preocupantes, no tienen como fin alterar las regularidades delictivas de la ciudad. De hecho, más del sesenta por ciento de los delitos que se denuncian en la ciudad son robos y hurtos, los que siguen siendo juzgados por el aparato de Justicia nacional.
No obstante, que el Poder Judicial de la Ciudad de Buenos Aires no se encargue de investigar y juzgar la criminalidad más violenta no guarda relación con un plan ordenado de transferencias delictivas, ni con un plan estratégico de seguridad, sino con un esquema organizado de control del territorio. Esto lo decimos porque la Ciudad hace más de veinte años viene delegando en su propia estructura judicial la persecución y punición de conflictividades menores, de gran raigambre territorial, sin tener ningún tipo de incidencia en los fenómenos criminales más relevantes, porque si ese hubiera sido el fin, hace rato se hubieran transferido los delitos de robo y hurto que hoy siguen siendo investigados y juzgados por el Poder Judicial de la Nación, y que representan la mayor parte de los hechos que se denuncian en la ciudad. Este esquema judicial responde al paradigma del control del territorio, el cual supone que el aparato jurisdiccional porteño tiene como fin administrar la calle y no el delito: su propia estructura judicial tiene por objetivo la persecución y represión de determinadas conductas callejeras, pero sin incidir de forma directa en la criminalidad.
Controlar la calle significa gestionar el delito, regular la delincuencia, neutralizar a los “peligrosos” –pero no a todos–, dejar pasar ciertas conductas y repeler otras. Fundamentalmente, es tener el delito en una mano y apretar el puño cuando políticamente sea necesario. Este modelo de control es aquel que define a “la calle” como un área de disputa política, un lugar de ocupación y no de convivencia democrática. Es por ello que en la ciudad se persigue a ciertas personas, se reprimen ciertas protestas o conductas, sin que se tenga la misma vara para otras acciones de igual magnitud, pero alineadas a la lógica de poder porteño. Por ello, cuando estudiamos las estadísticas sobre detenciones o sobre los delitos y contravenciones que ingresan al sistema de justicia local, nos damos cuenta de que existe una fuerte impronta territorial en la persecución de ciertas problemáticas –resistencia a la autoridad, amenazas, lesiones, narcomenudeo, daños, ocupación indebida del espacio público, control vehicular, etcétera– que gravitan de manera exponencial en la represión, principalmente, de los sectores más vulnerables de la sociedad, quienes se encuentran más expuestos a la realización de ciertas conflictividades, sin que esto traiga como consecuencia una incidencia marcada en los índices de criminalidad.
Si bien es cierto que la desfederalización de la ley 23.737 en 2019 otorgó a las fiscalías porteñas la competencia necesaria para entender en los fenómenos criminales derivados de la comercialización minorista de estupefacientes, lo cierto es que el sesgo persecutorio de estas agencias se dirigió claramente hacia los consumidores, en detrimento de la persecución de los eslabones más relevantes de las redes criminales que operan en la ciudad.
Para complementar esto, véase que en un reciente informe del Observatorio de Política Criminal se advirtió que entre enero de 2019 y agosto de 2020 el porcentaje de hechos penales ingresados a las fiscalías de la Ciudad por tenencia para consumo fue el 75% del total de casos. El 82% de esos hechos penales correspondieron exclusivamente a tareas de intervención policial, lejos de grandes investigaciones tendientes a desarticular organizaciones criminales. Por otro lado, los juzgados de la Ciudad de Buenos Aires no tramitaron estas conflictividades con igual tesón. De hecho, durante 2019 fue muy bajo el número (2.269 legajos) de causas ingresadas a los juzgados porteños por infracción a la ley 23.737, en comparación a los ingresos durante el mismo período en el Ministerio Público Fiscal (25.571 casos). Esto evidencia un esfuerzo mayúsculo por parte de las fuerzas de seguridad y del Ministerio Público Fiscal porteño por controlar el consumo, pero no la criminalidad, ya que si así fuera, la persecución penal estaría dirigida a los eslabones más relevantes de las organizaciones dedicadas a la comercialización de estupefacientes y no a los consumidores. Todo esto, pese al criterio de no penalización sobre el consumo establecido en 2009 por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en el fallo “Arriola”.
Por otro lado, en términos generales, es posible afirmar que el modelo de persecución penal que se implementa en CABA, lejos de impactar en la economía de las redes y las organizaciones criminales, tiende a garantizar la continuidad de sus ingresos, e incluso incrementarlos. Esto se debe a que las sumas percibidas por la comercialización minorista de estupefacientes resultan ser proporcionales a los riesgos que asume quien lleva adelante la operación ilegal, y en tanto exista una presión punitiva sobre el consumo, la dinámica del comercio minorista se vuelve más rentable.
Asimismo, no menos importante es que la desfederalización, lejos de promover mejores herramientas para la desarticulación y la represión de estructuras criminales, complejiza la investigación de delitos. En ese sentido, los procesos de diversificación criminal que nacen producto de la venta minorista de estupefacientes –homicidios, robos, secuestros, etcétera– son investigados por un aparato judicial distinto al que investiga y resuelve las infracciones a la ley 23.737 en la ciudad. Esto conlleva la vigencia de dos sistemas judiciales en paralelo para resolver una misma base fáctica de conflictos, cuestión que dificulta cualquier tipo de investigación que tenga como fin desarticular de manera eficiente las estructuras criminales complejas dedicadas al narcomenudeo en territorio porteño. Para dar un ejemplo, mientras que para la venta minorista resulta competente la justicia penal, contravencional y de faltas porteña, los homicidios dolosos que se produzcan como consecuencia de dicha problemática –en virtud de bandas que se disputan los territorios de venta– son resueltos por la justicia nacional, la que para colmo es financiada por todos los argentinos y todas las argentinas, pese a que los conflictos que resuelve suceden en la Ciudad de Buenos Aires.
No obstante, dicho sesgo jurisdiccional no debe hacer perder de vista la necesidad de aunar los esfuerzos de todas las agencias punitivas porteñas para lograr la tan ansiada autonomía jurisdiccional. Cuestión que, si finalmente ocurre, podría enriquecer el trabajo de estas agencias y así de poder interpelar al delito ordinario en todas sus manifestaciones y no de manera parcial, como ocurre en la actualidad. En razón de ello, resulta fundamental para la Ciudad de Buenos Aires que su Poder Judicial asuma competencia total en todos los delitos ordinarios que se comenten en su jurisdicción. De esta manera, sus estructuras punitivas podrán llevar adelante estrategias de intervención para la investigación y la represión de aquellas conflictividades delictivas que se den en su territorio, sin depender de las decisiones y los tiempos que se tome el Poder Judicial de la Nación. Recalco que esto no solo debe tener el objetivo de lograr una mayor autonomía judicial, sino también el de orientar estratégicamente los recursos policiales y jurisdiccionales hacia la verdadera conflictividad criminal porteña.
Por último, respecto al futuro político: en el camino a estas elecciones hay que dejar en evidencia lo que ocurre en el sur de la ciudad, y desde allí construir la campaña del peronismo porteño. El sur está postergado, no solo en términos de seguridad, sino también de cumplimiento de derechos básicos. La mayor parte de los barrios populares están arraigados allí, y no hay planes serios de reducción de la pobreza por parte del Gobierno de la Ciudad que, tal como mencionamos previamente, diluye sus incapacidades políticas trasladando la responsabilidad al gobierno nacional.
Hace años que a la Ciudad se la exhibe mediáticamente como una panacea o un territorio sagrado, más parecido a una ciudad como París que a un distrito latinoamericano, como San Pablo o el Distrito Federal de México. Hace rato que esto no es así. Esta visión también caló hondo durante mucho tiempo dentro del mismo peronismo, que mantuvo una agenda progresista urbana, desconociendo que –más allá de las pretensiones de ciudad del primer mundo– la mayor parte de la población porteña comenzó hace rato a sufrir los efectos de la pobreza y necesita soluciones concretas para el día a día.
Por ello, hay que cambiar el eje discursivo y hacer énfasis en que hace rato esta ciudad dejó de ser lo que se proyecta sobre ella. Cuando en 2015 el país tenía en dólares el mejor sueldo básico de América Latina, podíamos darnos el lujo de plantear y discutir una ciudad ecológica y sustentable para los próximos 20 años. Hoy, pasado el macrismo y en un contexto de pospandemia, tenemos la obligación de rever nuestra plataforma electoral, para comenzar a empatizar con los problemas reales de la gente que, en definitiva, terminan siendo los mismos problemas que se plantean en otros distritos, alguno de ellos muy cercanos, como el mismísimo conurbano bonaerense.
La derecha en los últimos años ha avanzado sobre las disfuncionalidades del sistema de representación, poniendo la lupa en la falta de respuestas inmediatas frente a las urgencias de la ciudadanía, y haciendo entrever que el problema son “los políticos” y “la política” como herramienta generadora de consenso social. Dependerá de nosotros poder reafirmarla en un contexto económico que necesita de sus buenas prácticas, no solo para generar esos ansiados consensos, sino también para poner en crisis los elementos que han ayudado a silenciarla y a desconfiar de ella.
El macrismo ha sido la piedra fundamental en la Argentina para dar lugar a esta derecha rancia. El peronismo también tendrá que agudizar sus contradicciones para responder rápido y eficazmente a las demandas de su sujeto político. La Ciudad de Buenos Aires, quizá el epicentro de esa nueva derecha, también tendrá ese desafío en las próximas elecciones. Dependerá de nuestra valentía y compromiso doblegarla para que no siga avanzando, ya que en ese escenario perdemos todos.

Ariel Larroude es abogado (UBA) especialista en seguridad pública y política criminal, director de Política Criminal del Ministerio de Seguridad de la Nación, director del Observatorio de Política Criminal de la Ciudad de Buenos Aires, docente, autor del libro Crimen, Política y Estado y miembro de la Mesa de Seguridad del Partido Justicialista nacional.

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